sábado, 13 de febrero de 2010

Otro cuento

Tanto tiempo...Siempre fui dado a la melancolía, no por vocación de tristeza sino por que los recuerdos y las ausencias me asaltan y agarran desprevenido.

A Gustavo lo conocí desde que llegó a casa llorando en brazos de Carmela, su madre. Nació con los ojos abiertos contaban (Y si me decían que nació hablando lo hubiera creído sin lugar a dudas) y nació también con ese lunar en la palma izquierda de la mano, sello característico de los Aranda, familia que es mi familia.


Su llegada cambió la vida de la casa. La solemnidad a veces angustiante y los silencios a veces abrumadores que pesaban sobre esa enorme casa se transformaron en un ir y venir de visitas, de familiares, en una alegría que como inundación llegó incluso hasta las telarañas del ático, donde estoy seguro que arañitas e insectos celebraron a su manera el nacimiento.


Pero esa inmensa alegría que desbordó inicialmente la casa se fue transformando en una pena, en una tristeza q marchitó los ojos de Carmela, que llenó de angustia a Francisco. Gustavo nació con una de esas enfermedades que hacen pensar en la crueldad del azar, la irracionalidad del destino.


Los días pasaron y la fiesta se convirtió en silencio, pero ya no en el silencio solemne a la que estábamos acostumbrados sino en un silencio de pena contenida, de religión muerta. Lo único que podía hacer para ayudar era sentarme en el regazo de Francisco cada vez que se sentaba en su sillón y acompañarlo; aunque en esa época se podría decir que no se sentaba, se hundía buscando que el sillón se lo trague, y se quedaba inmóvil aguantando su tristeza hasta donde podía y entonces, luego de un rato, la pena lo vencía y yo sentía las gotas caer en mi espalda, lágrimas que ardían de pena...y un mudo sollozo.


Sólo había podido ver a Gustavito cada vez que lo llevaban al doctor. La entrada a su habitación (Que anteriormente había sido estudio de Francisco) me estaba prohibida, es más, mi propia permanencia en la casa estuvo amenazada. Así que la condición era que no entrara a verlo y mi lugar sería desde ese momento el jardín...por un tema que no entendía y nunca entenderé de defensas bajas, de pelos y de virus.


A Gustavito lo sentía como mi niño, y sentía la pena de Francisco y Carmela, sus padres, que también eran mis padres, como si fuera mi pena. Y me parecía muy injusto no poder verlo, no poder olerlo, no poder sentir su calor, su piel...no poder acurrucarme en él. Muchas veces mis intentos de ingresar terminaron en gritos y conmigo echado al jardín.


Hasta que la oportunidad de oro llegó. La madre de Carmela que había venido de visita dejó la ventana abierta en una de esas mañanas de verano en que el aire se resiste a correr. Yo en el jardín no lo pensé 2 veces y entré. Entré a ese mundo prohibido para mí: un mundo de tonos pastel, de inmaculada atmósfera, de calesitas en el techo, de Gustavito...de Gustavito!. Me acerqué despacito y con algo de miedo; y lo vi y él me vio. Me vi en sus enormes ojos...no se cuanto duró ese momento pero duró lo suficiente, que no es más ni menos. Al parecer él también esperaba ese encuentro por la forma en que me miraba. También me había visto cada vez que iba al doctor cuando en brazos de su madre cruzaba el jardín y yo me le quedaba viendo desde alguna rama de la higuera. Sentí que no le era ajeno, me veía con una mirada de habernos conocido pero nunca hablado, como un encuentro de 2 amigos que hacía mucho se perdieron y en su encuentro, luego del saludo, no saben por donde empezar a contarse su vida. Y Gustavito sonrió, acaso su primera sonrisa en mucho tiempo de tratamientos, hospital, doctores, inyecciones y de una sobredosis de pena que lo rodeaba. En eso entró Carmela...y carajo! lo único que hice fue salir por la ventana y escuché un grito inenarrable detrás de mí. Me escondí por 2 días hasta que Francisco con una lata de atún me buscó una noche.


Hoy, 16 años y algunos días después, estoy acurrucado en el regazo de Gustavito, ya no podría dar el salto olímpico que dí ese día que nos presentamos, pero las miradas siguen. Gustavito, mi hermano, mi mejor amigo me rasca debajo de la mandíbula. Mis ronronéos son casi imperceptibles ahora, estoy viejo pero contento. Mi Gustavito se va a estudiar lejos, a un país que no logro divisar desde lo alto de la higuera y los 2 sabemos que no nos vamos a volver a ver cuando él regrese.

Francisco lo llama con el auto encendido ya, Gustavito me baja...y me da esa mirada, esa exacta mirada con la que nos conocimos. Esa mirada que bien puede decir hola y ahora me dice adios, un adios que esta vez ya no es una dulce promesa de volver a vernos, pero sigue siendo una mirada que me dice cuanto me quiere. Sale hacia la cochera y yo subo a la higuera, después de mucho tiempo de no poder hacerlo, a ver como se va el auto, y se va, se va volviendo chiquito el auto mientras se aleja por la calle que da a la avenida. Se va mi niño.

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